Entrado el siglo XV de la Encarnación del Verbo Eterno, un hombre, hay gente lo identifica como Gregorio Medina natural de Villamanrique de la Condesa que, o apacentaba ganado o había salido a cazar, hallándose en el término de la villa de Almonte, en el sitio llamado La Rocina (cuyas incultas malezas le hacían impracticable a humanas plantas y sólo accesible a las aves y silvestres fieras, advirtió en la vehemencia del ladrido de los perros, que se ocultaba en aquella selva alguna cosa que les movía a aquellas expresiones de su natural instinto. Penetró aunque a costa de no pocos trabajos, y, en medio de las espinas, halló la imagen de aquel sagrado Lirio intacto de las espinas del pecado, vio entre las zarzas el simulacro de aquella Zarza Mística ilesa en medio de los ardores del original delito; miró una imagen de la Reina de los Angeles de estatura natural, colocada sobre el tronco de un árbol. Era de talla y su belleza peregrina. Vestíase de una túnica de lino entre blanco y verde, y era su portentosa hermosura atractivo aún para la imaginación más libertina». «Hallazgo tan precioso como no esperado, llenó al hombre de un gozo sobre toda ponderación, y, queriendo hacer a todos patente tanta dicha, a costa de sus afanes, desmontando parte de aquel cerrado bosque, sacó en sus hombros la soberana imagen a campo descubierto, Pero como fuese su intención colocar en la villa de Almonte, distante tres leguas de aquel sitio, el bello simulacro, siguiendo en sus intentos piadosos, se quedó dormido a esfuerzo de su cansancio y su fatiga. Despertó y se halló sin la sagrada imagen, penetrado de dolor, volvió al sitio donde la vio primero, y allí la encontró como antes, fue corriendo hacia la Villa de Almonte y refirió todo lo sucedido con la cual noticia salieron el clero y cabildo de esta villa y hallaron la santa imagen en el lugar y modo que el hombre les había referido, notando ilesa su belleza, no obstante el largo tiempo que había estado expuesta a la inclemencia de los tiempos, lluvias, rayos de sol y tempestades. Poseídos de la devoción y el respeto, la sacaron entre las malezas y la pusieron en la iglesia mayor de dicha villa, entre tanto que en aquella selva se le labraba templo. Hízose, en efecto, una pequeña ermita de diez varas de largo, y se construyó el altar para colocar la imagen, de tal modo que el tronco en que fue hallada le sirviese de peana. Aforándose en aquel sitio con el nombre de la Virgen de las Rocinas». En el mapa mariano de España abundan las leyendas que aspiran a argumentar los principios devocionales mediante la fabulación del descubrimiento milagroso de susrespectivas imágenes e incluso, en algunos casos, hastadescribiendo apariciones físicas de la mismísima Virgen,como ser sobrenatural. Aquí en Andalucía, el origen de la Virgen del Rocío representa un ejemplo aparejado a una leyenda que recrea el hallazgo de la talla. De generación en generación, hubo de ir propagándose entre losalmonteños, siglo a siglo, el legendario descubrimientoacontecido en un paraje de las Roçinas hasta que, a mediados del siglo XVIII, quedaron ya fijados para siempre los detalles más esenciales del admirable suceso, gracias a la iniciativa de la propia hermandad Matriz de Almonte que decidió incorporar los pormenores del encuentro a sus Reglas, aprobadas por el ordinario eclesiástico e impresas en el año 1758. En cualquier caso, aquel primer testimonio no manifiesta con minucia la patria del descubridor.
No obstante, se encontraba inédita otra versión del relato que se escribió unos veinte años después de la primera, con algún matiz significativo respecto a la anterior. El documento que analizamos es el informe de la sagrada Visita Pastoral girada a la villa de Almonte, en 1779, por el visitador eclesiástico don Miguel María de León, a la sazón cura de la parroquia de Santa María, de Arcos de la Frontera, cuyo manuscrito hemos tenido la fortuna de localizar en el Archivo del Arzobispado deSevilla. El sacerdote ilustrado, en clara referencia al descubridor de la imagen, tras detallar sus probables dedicaciones profesionales, señala con exactitud su nacencia, cuando narra: «A un antiguo cazador o ganadero natural de este pueblo, en enredado y confundido, en la espera y oscura breña de su término que llaman la Roçinase debió, en el siglo XV, el prodigioso Descubrimiento de la Santa y Peregrina Imagen de María Stisma.». En aquellos días, la romería del Rocío recibía una concurrencia de peregrinos del occidente andaluz bastante estimable, más aún después de haber sido prohibida la de Consolación de Utrera en 1771. Vivía unos momentos dulces de emergente apogeo gracias, entre otras iniciativas, a la revitalización de la feria o mercado que se celebraba en los alrededores del santuario en torno a la pascua del Espíritu Santo. En 1772 volvió a obtenerseprivilegio real para su restablecimiento, merced a la intermediación prestada por el duque de Medina Sidonia,don Fernando de Guzmán, señor de la villa de Almonte,quien tenía puesto sus ojos en establecer una nueva población en terrenos cercanos a la ermita de la Virgen, proyecto que llevaba barruntando desde el año 1768. De ahí que la mención expresa a la ascendenciaalmonteña del héroe deje entrever un cierto clamorreivindicativo del pueblo de Almonte sobre el pleno dominio de la imagen (ritual y simbólico) que le compete históricamente. Y no porque sintiera la amenaza de tenerlo que compartir con devotos de algunos otros puebloscolindantes que acudían ya con sus hermandades filialespor Pentecostés, sino por la incertidumbre que para losalmonteños hubo de revestir precisamente ese proyecto de colonización en el que llegó a escribirse que: «…la ermita del Rocío, sirva por ahora de parroquia a los nuevos feligreses». Desde que en febrero de 1789 se asentaron los primeros colonos, provenientes de localidades serranas como La Puebla de Guzmán, se suscitaron numerosos enfrentamientos con los almonteños.
Diversos documentos del archivo sanluqueño de Medina Sidonia recogen las continuas quejas de los pobladores por el daño queocasionaba el ganado de gente de Almonte en sus plantaciones y otras tantas disidencias conflictivas. Entrelas reclamaciones colonizadoras se registra la carencia quepadecían de asistencia religiosa, por lo que pudo haberse suscitado el temor de que el templo rociero tuviese que atenderla. Con respecto al afán de control y posesión de la imagen, como principal símbolo local, resulta especialmente sintomático que se consumasen variostraslados de la Virgen del Rocío al pueblo de Almonte, en la década final del siglo XVIII, como el que documentábamos que se efectuó en 1793. Y no digamos ya todos los años continuados que la milagrosa Intercesorase llevó resguardada en la iglesia parroquial de la Asunción en la guerra contra los franceses (1809-1813). Cuando Nuestra Señora regresó a la ermita, los colonos de la nueva población ya habían abandonado sus moradasrurales y el propósito agrario había fracasado. Son escasísimos los descubrimientos de imágenes bajomedievales que dejaron huella escrita coetánea almomento en el que se produjeron. Casi todos redactaronsus respectivas leyendas de invención una vez que sus titulares adquirieron alguna celebridad (siglos XVI, XVII o XVIII). Estas narraciones han favorecido el aumento de la piedad popular, al oficializar de algún modo el origen decada advocación. La mitificación de unos comienzosmisteriosos y remotos es, cuando su difusión alcanza resonancia, uno de los instrumentos propagandísticos que, con mayor incidencia, contribuyen a engrandecer elpredicamento de una imagen. Y en el caso concreto que nos ocupa, el manuscrito que analizamos –gozo exultantehaberlo rescatado– es tremendamente útil para verificar la versión oral que hubo de circular de rociero en rocierohace unos siglos, en los que la aparición de la efigie quedódirectamente identificada con el pueblo del que es Patrona.Refuerza esta idea el hecho de que un siglo después, dos acreditados intelectuales publicasen sendas referenciassobre el vínculo almonteño de quien dio con la Madre. Por un lado, Antoine de Latour, secretario de los duques deMontpensier, refiere en su trabajo sobre la Bahía de Cádiz (1858) que fue un almonteño quien la localizó. Y de otro, el presbítero y bibliotecario del Arzobispado don José Alonso Morgado constata igualmente, en un artículo suyo aparecido en la revista religiosa «Sevilla Mariana» (1882), que «un vecino de la referida villa de Almonte» fue quien llegó al mítico emplazamiento. En definitiva, a la luz de esta nueva aportación documental, se redescubre otrovalor nuevo de un fenómeno multitudinariamente piadosoque reclama con urgencia la revisión histórica de los orígenes de la devoción a la Santísima Virgen del Rocío.
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